DESEOS
Cada vez que me planteo qué aspectos de mi vida quisiera que cambiaran este año, acabo por repetir una vez más la socorrida consigna de “Virgencita, virgencita: ¡que me quede como estoy!” La formulo como contraseña durante las uvas, a la vez que me pregunto si resultaría más productivo hacer balance, o si es más apropiado concentrarse en imaginar nuevos propósitos. La primera opción supondría mirar hacia atrás, con el riesgo de toparse con algún doloroso recuerdo o rememorar algún que otro olvidado fracaso; y para la segunda opción, habría que mirar hacia delante, con lo que constataríamos una vez más, que apenas merece la pena planificar una vida de la que no somos dueños.
Para afrontar cada próximo minuto con mínimas garantías, tengan en cuenta esta máxima: la vida nos tratará mejor en la medida en que nos cuidemos a nosotros mismos. Ya saben: vida sana con buena alimentación, ejercicio físico y hábitos saludables; trabajo y ocio con moderación; y sobre todo, un razonable grado de equilibrio mental, a lo que pueden contribuir el cultivo de aficiones, el cuidado de las relaciones sociales y un disciplinado control de las emociones. Así al menos, si el infortunio se cruza en tu año, podrás echarle la culpa al azar; o a cualquiera de quienes envían mensajes que no te desean.
Fecha publicación: 3-I-2006
1 Comments:
Una cariñosa amiga, me ha enviado copia de un artículo de Joan Barril, publicado hace un tiempo en un periódico. Me ha encantado.
"QUE ME QUEDE COMO ESTOY
El tiempo es generoso con los que le piden poco
Siempre hemos visto el tiempo en forma de calendario. El paso de los días se materializa en hojas que se van arrancando de la pared. Es un bonito símbolo. En cualquier caso, un símbolo más civilizado que el grabar palitos en la pared de la celda. Los días tienen tacto y tienen color y, a medida que nos acercamos al fin del año, hasta parece como si el tiempo pesara menos.
Nos queda la curiosidad de saber qué pasaría si el tiempo físico, en vez de plasmarse en hojas mensuales o diarias, fuera una especie de gran rollo de papel higiénico, un constante fluir del tiempo sin mayores novedades que las del día y de la noche, el frío o el calor. Probablemente, con un sistema de medición sin medidas, no existirían cumpleaños ni reveillones ni uvas ni campanadas a medianoche. Las únicas fiestas de guardar serían las fiestas de nuestra propia vida. Pero ni siquiera se plasmarían en el calendario inexistente. Simplemente las recordaríamos por su esencia: el primer amor, la muerte de un ser querido, no tendrían una fecha inmarcesible sino una emoción siempre rescatable sin esperar a las fechas convenidas.
Pero afortunadamente eso no es así y nos gusta saber que el año tiene 365 días para que los gastemos en el esfuerzo y en el placer. Cuando llegamos al último día nos sobreviene un extraño nerviosismo por el cambio de guarismo. Se acostumbra a decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero en las vísperas del fin de año la tendencia es totalmente distinta y la gente no se recata de desear que el año próximo sea mejor que el que está a punto de finalizar. Somos particularmente ingratos con los años recién vividos. Y somos, asimismo, demasiado ambiciosos en la reclamación de que cada año sea mejor que el anterior. El ser humano nunca está satisfecho con lo que tiene y cree que el tiempo y el mundo le deben algo que todavía no ha logrado cobrar.
Lo mejor del amor es enamorarse, lo mejor del domingo es el sábado y lo mejor del año que viene son las vísperas. En esos cambios cronológicos es cuando aparece todo lo que nos falta. Miramos a nuestro alrededor y empezamos a encontrar huecos que hay que llenar. El año próximo será el año en el que me compraré un nuevo televisor, el año en el que haré aquel viaje soñado, el año en el que cambiaré de piso. Pero esas vísperas son también el examen de conciencia de nuestros propios miedos. El año que viene podría ser el año en el que conociera el paro, el año en el que la visita rutinaria al médico pudiera ser la última, el año que me obligará a comprar un nuevo coche después del accidente, el año en el que me ligaré a Rosita pero también el año en el que Paquita me podrá los cuernos.
En estas condiciones, ¿qué podemos pedir en el difícil momento de atragantarnos con las uvas? Lo más aconsejable es recurrir a la fórmula del viejo chiste y exclamar aquello de “¿Virgencita, virgencita: que me quede como estoy!”. En tiempos de despiste y de convulsiones quedarse como estamos es lo más audaz y vanguardista. Hace tiempo que descubrimos que la vida no era un vídeo y que las malas actuaciones no podrán revisarse. Continuemos, pues, en el resultado más bien torpe pero seguro de la alfarería de nuestra vida. Después de las campanas, no aparece ningún príncipe azul ni los Reyes Magos se visten de papás.
Lo verdaderamente difícil es crecer con lo que ya tenemos y pensar que el mejor año de nuestra vida es el que empieza, porque como mínimo hemos llegado hasta aquí. Quedarse como estamos es uno de los deseos más lúcidos y más cariñosos cuando se comparten con las personas amadas. Luego ya llegará el año de verdad y sus sorpresas y dentro de 365 días comprobaremos que el tiempo siempre es más generoso con aquellos que le piden poco y se dejan envejecer.
JOAN BARRIL"
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