26 septiembre 2006

BULLYING


En un país como el nuestro, con una de las tasas de natalidad más bajas de Europa, es lógico que la atención sobre nuestra infancia se traduzca en su máxima protección, el acceso a una educación que les facilite el aprendizaje del mayor número de materias y que los prepare para la dura competencia que vivirán en el futuro.

Quizás sea ese aprendizaje forzoso y la prematura consciencia de que en la vida sólo triunfan quienes demuestran mejor su fuerza, la que esté convirtiendo en pequeños monstruos a algunos de nuestros niños y niñas. Me refiero a los actos de acoso escolar que conocemos con el nombre de Bullying, del que somos sensibles tras el trágico suicidio de Jokin, una de sus más dramáticas víctimas. Hace pocos días, un amigo me hacía partícipe de la desolación de una compañera de trabajo cuya hija de 11 años acabó encerrada en un contenedor tras haber sido escupida por nueve de sus compañeras de clase. Alertado el centro escolar, la solución planteada ha sido la de ayudarla a conseguir su traslado a un nuevo colegio.

A falta de más información, no parece ésta la mejor medida de las que hubieran podido tomarse. Habría que empezar por neutralizar el acoso y atajar el foco de violencia, analizando con profundidad la razón por la que unas niñas puedan manifestar tan salvajes actitudes hacia su compañera. Alejar a la víctima cómo única solución, permite a sus acosadores la elección de una nueva presa; aquella que por su timidez, aspecto físico, raza, orientación sexual o cualquiera otra condición diferenciadora, acabe siendo la diana de sus insultos, amenazas, robos y todo tipo de agresiones verbales y físicas. La situación es dramática, pues por cada niño o niña que lo sufre (6 de cada cien en la enseñanza Primaria, según algunas estadísticas), hay muchos más que lo cometen, que acabarán siendo quienes, de adultos, engrosen las tremendas cifras de violencia de género y maltrato infantil que ya hoy soporta nuestra sociedad.

Fecha publicación: 26-IX-2006

19 septiembre 2006

IMÁGENES


Perdonen que en mis primeras líneas post-vacacionales apenas les aburra con la educada cordialidad de un saludo o la expresión de mi deseo de que lo hayan pasado como pretendían, o si cabe, aún mejor. Sean, eso sí, bienhallados.

Durante las vacaciones, he estado tentado de comprarme una libreta donde anotar múltiples detalles, anécdotas o sucedidos con el fin de recordarlos a la hora de contárselos a Uds., pero ahora, ante el temido papel en blanco, no recuerdo otras imágenes que no sean las que me han torturado la conciencia durante el último mes. Me refiero a las que pudimos ver en todos los medios mostrando a varios inmigrantes subsaharianos moribundos, desperdigados en una playa de Canarias, rodeados de solidarios turistas en bañador que, sin que se les cayeran los anillos ni se rasgaran los pareos, trataban de socorrerles compartiendo agua de botellín, calor de toalla y bocata playero.

Apenas unos días después, unos bañistas similares observaban un tiburón muerto aparecido en otra playa casi idéntica. Ambas imágenes me incitaron a temer si no estaremos mirando a esos inmigrantes como a escualos varados. Despreocupadamente los llamamos ‘sin papeles’ o ilegales, como si ésa fuera suficiente razón para diferenciarlos de nosotros mismos. La misma tristeza de sus ojos en aquella playa es la que se percibe de cerca, cada vez que se acercan en las terrazas veraniegas, ofreciéndonos todo tipo de objetos.

En aquella playa todos hubiéramos acudido en su socorro aunque aquí, en casa, prefiramos que se nos acerquen lo mínimo posible, y miramos para otro lado para no sentir lo que nuestras conciencias nos gritarían, a nada que nos planteáramos en serio lo que su presencia significa. Hemos perdido hasta la capacidad de imaginarnos bajo su piel, sintiendo el desprecio y la superioridad con que les mira quien puede gastarse en un copazo lo que ellos necesitan para vivir. Después de todo, un pez muerto en la playa nos toca menos la moral.

Fecha publicación: 19-IX-2006