BULLYING
En un país como el nuestro, con una de las tasas de natalidad más bajas de Europa, es lógico que la atención sobre nuestra infancia se traduzca en su máxima protección, el acceso a una educación que les facilite el aprendizaje del mayor número de materias y que los prepare para la dura competencia que vivirán en el futuro.
Quizás sea ese aprendizaje forzoso y la prematura consciencia de que en la vida sólo triunfan quienes demuestran mejor su fuerza, la que esté convirtiendo en pequeños monstruos a algunos de nuestros niños y niñas. Me refiero a los actos de acoso escolar que conocemos con el nombre de Bullying, del que somos sensibles tras el trágico suicidio de Jokin, una de sus más dramáticas víctimas. Hace pocos días, un amigo me hacía partícipe de la desolación de una compañera de trabajo cuya hija de 11 años acabó encerrada en un contenedor tras haber sido escupida por nueve de sus compañeras de clase. Alertado el centro escolar, la solución planteada ha sido la de ayudarla a conseguir su traslado a un nuevo colegio.
A falta de más información, no parece ésta la mejor medida de las que hubieran podido tomarse. Habría que empezar por neutralizar el acoso y atajar el foco de violencia, analizando con profundidad la razón por la que unas niñas puedan manifestar tan salvajes actitudes hacia su compañera. Alejar a la víctima cómo única solución, permite a sus acosadores la elección de una nueva presa; aquella que por su timidez, aspecto físico, raza, orientación sexual o cualquiera otra condición diferenciadora, acabe siendo la diana de sus insultos, amenazas, robos y todo tipo de agresiones verbales y físicas. La situación es dramática, pues por cada niño o niña que lo sufre (6 de cada cien en la enseñanza Primaria, según algunas estadísticas), hay muchos más que lo cometen, que acabarán siendo quienes, de adultos, engrosen las tremendas cifras de violencia de género y maltrato infantil que ya hoy soporta nuestra sociedad.
Fecha publicación: 26-IX-2006