14 marzo 2006

WELLINGTON

Vivir en una unidad habitacional unipersonal, lo que antes se llamaba apartamento de soltero, y llevado por la necesidad de ganar espacio, lleva consigo abrir armarios –mobiliarios- para hacer la periódica entresaca de ropas, trastos y variados bártulos, y decidir si echarlos a la lavadora, al recicladero o a la basura, directamente. De paso, también aprovecho para repintar alguna pared, ejercitarme en la odiosa limpieza a fondo o en auto-convocarme a la llamémosla "comisión de análisis para la reubicación de objetos decorativos", alarmado por el acoso minimalista de las nuevas corrientes en decoración. Es aquí donde peor lo paso: consciente del valor de algún objeto, el compromiso que adquirí al aceptarlo como regalo, o por la ñoñería de guardarlo como atosigante recuerdo. En último extremo, les busco otro rincón que les otorgue una nueva luz que les haga parecer nuevos, o directamente la penumbra que los haga disimular su presencia.

Opino que así debería ocurrir en nuestras ciudades. De igual manera que se ha trasladado con gran éxito la escultura que permaneció en la vanguardia del Parlamento, y que ahora se ubica en la retaguardia de la Diputación, y que, tras vivir durante decenios casi oculta por los arbustos, dispone ahora de un jardín para sí sola.

Algo parecido se podría hacer trasladando el monumento bélico que adorna nuestra plaza de La blanca. Previendo otro tipo de batallas, el Sr. Alonso -el concejal-, acertó al sugerir paciencia en esta decisión. No estaría mal que se tomaran tiempo suficiente para consensuar cómo remozar la Plaza una vez despejada, y después -es una idea-, cuando se memoren los 200 años de la retirada de los franceses, allá por junio de 2013, inauguremos su nueva ubicación en la enorme rotonda de la calle Duque de Wellington, en una clara fusión de homenajes, para la que los sones de la obra que Beethoven dedicó a la batalla de Vitoria, le darían el toque más cool.

Fecha publicación: 14-III-2006